Buscábamos el archivo diocesano situado por Arista y le preguntamos a un guardia del palacio de gobierno la ubicación de esa
calle. Nuestro interlocutor era un oficial menudito, casi adolescente, con
uniforme de gala de Fuerza Civil que piloteaba un extraño vehículo eléctrico de
tres llantas; este último, más que un artilugio de patrullaje semejaba un vehículo extraterrestre o de reconocimiento espacial que tendía a levitar.
Ante
nuestra solicitud de información el policía nos vio con cara de what!, al mismo
tiempo que parecía decir para sus adentros "¿A cual Arista se refiere usted, a la del puerto de Veracruz o a la de
Xalapa?" Nuestra sorpresa pareció ser superior a la suya pero, como nuevo policía estatal acreeditable y entrenado para la guerra y otras situaciones de alto riesgo no se
inmutó, respondiendo: "No se, pero déjenme preguntar".
Rápidamente dio
una vuelta en U casi en el aire y se dirigió a otro oficial que resguardaba una
puerta del edificio; este último, en atavíos de combate, casi perdía su cuerpo y
fenotipo olmeca en el uniforme policiaco militar y chaleco a prueba de balas;
no exageramos, su cuerpo bajo y regordete y su rostro redondo de ojos rasgados
con labios de jaguar eran la representación olmeca perfecta del preclásico
tardío en el corazón de Monterrey; incluso, con el casco blindado que parecía a
punto de devorar su cabeza parecía recién salido de un juego de pelota.
Alcanzamos a escuchar que cruzaron palabras en una mezcla de español, náhuatl y
chinanteco; sin embargo, el segundo guardián dijo claramente que no con la
cabeza y esbozó una sonrisa irónica algo forzada, quizás producto de la extraña pregunta por la calle de Arista y la presión de sus
armas y el traje de combate, en el feroz calor del trópico veraniego
regiomontano.
La gracia con que el oficial de Fuerza Civil conducía su triciclo
electrónico antigravedad nos hizo sospechar que utilizaba nuestra desubicación
geográfica como pretexto perfecto para pasearse en su juguetito; de hecho, dio vuelta a
la esquina y se dirigió a otro oficial que más bien parecía otomí (ñañhu). Lo
seguimos apresurados y alcanzamos a ver
que el tercer policía también negó con la cabeza; sin embargo, en ese mismo instante apareció
a su lado un civil que, evidentemente era nativo, pues para cuando llegamos a
donde estaba el grupo se dirigió a nosotros y nos aclaró: "Se van aquí
por Washington y la calle que sigue de Doctor Coss, antes de Diego de
Montemayor, esa es Arista". Agradecimos y nos dirigimos a nuestra
pesquisa.
Sin embargo, este episodio típico del Monterrey actual nos recordó las primeras décadas de la ciudad, en la que las confusiones o ser políglota eran la regla debido a las relaciones interétnicas de su tiempo y espacio (multiculturidad dirían algunos ahora). En el 1600 regiomontano era común ir por las callejuelas de la aldea y escuchar pláticas, discusiones y gritos, lo mismo en nahuatl, español, vasco, italiano, portugués, otomí, purepecha, que en diez o doce -por lo menos- dialectos de las tribus locales y de los alrededores.
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